martes, 17 de febrero de 2015

Hugo Rodriguez Alcalá


La noche inesperada


I
Subo la escalinata a pasos lentos
y llego a un corredor de alta techumbre.

Hay una puerta abierta. Hay otras puertas
que a amplias alcobas blancas dan acceso.

Voy hacia el comedor, en cuya estufa
se vio brillar un día una centella.

(Se hizo de noche de repente: el cielo
se derrumbó entre rayos y relámpagos,

y ante nuestro estupor, zigzagueante,
de la estufa surgió la enorme chispa).

De esto hace mucho tiempo. Lo recuerdo
mientras contemplo la espaciosa sala:

las vigas negras sobre el techo blanco,
los cuadros y los muebles impasibles;

el ventanal que, inmenso, de cristales
lucientes, es el marco de un bellísimo

paisaje: el lago azul, los cerros verdes,
y, en la calle, un lapacho que se alza

con su fiesta de flores amarillas,
más doradas que el sol que las enciende.

II
Estoy solo. No se oye más que el trino
de pájaros bermejos en los patios.

Y cruzo el comedor porque sospecho
que afuera, junto al pozo enjalbegado,

me esperan; que este día recupero
la dicha de otro día muy lejano.

Debajo de la pérgola no hay nadie;
y, solitario, el pozo duerme mudo,

con un círculo negro allá en su fondo.
Regreso al comedor, miro hacia el lago,

pero no veo el lago, ni los cerros,
sino una niebla gris que avanza lenta.

Ya no cantan los pájaros bermejos.
Bajo la escalinata como huyendo

de no sé qué peligro. Y de repente
me encuentro aquí, en la noche inesperada,

ajeno ya a aquel mundo, mientras suenan
dobles acompasados en las sombras.



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