Del hospital cansado y del fétido incienso que asciende en la blancura vulgar de las cortinas, al Santo Cristo magro de un gran clavo suspenso el moribundo vuelve las espaldas en ruinas;
se arrastra y anda, y, menos para escaldar su podre que para ver el sol sobre las piedras, pega sus pelos blancos y su pelleja de odre a las ventanas que una luz clara anega.
Y la boca febril y del azul voraz -como cuando, de joven, aspiró su tesoro, una piel virginal, de otro tiempo- el agraz de un largo beso amargo pone en los vidrios de oro.
Ebrio vive; olvidando la cruz, los óleos santos, el reloj, las tisanas, el lecho obligatorio, la tos... y cuando sangra la tarde, en amarantos sus ojos de los cielos en el rojo cimborio,
ven galeras doradas, como cisnes esbeltas, dormir sobre unas rías de púrpura y de armiños, meciendo el iris de sus líneas desenvueltas en un gran abandono cargado de cariños.
Así, con asco de los hombres de alma dura, hundidos en el goce, donde sus apetitos se sacian, y que amasan esta horrible basura para darla a sus hembras y a sus hijos ahítos
me escapo, y voy buscando todos los ventanales desde donde la espalda se da al mundo y, bendito en su vidrio, que lavan rocíos eternales, que dora la mañana casta del Infinito,
me contemplo, y me veo íngel, y muero, y quiero -sea el arte aquel vidrio o sea el misticismo- renacer coronado del sueño de mí mismo, al cielo anterior, de Belleza manadero.
Pero ¡ay! que el Aquí-abajo es dueño; su crueldad en los propios umbrales del azul me atosiga, y el vómito hediondo de la Bestialidad a taparme allí mismo las narices me obliga.
¿No habrá manera -;Oh Yo, que en dolor te consumes!- de romper el cristal que aumenta mi ansiedad, y de escaparme con mis dos alas implumes, a riesgo de caer toda la eternidad? |
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